Mi abuela cántabra se nos fue el lunes. Yo nunca se lo dije, pero era evidente: Dolores era adoptada. Adoptada por mí. Cuando aterricé en Cantabria a las once de la noche del día antes de tomar posesión, fui directa a su casa con mis cachivaches. No me conocían, su nieta Sara se había convertido en hermana durante mis años en las Américas y solo por eso me abrieron su hogar y me dieron tanto cariño y tantas risas que luego tardé semanas en independizarme. Muchos, de los que no saben que el amor es el mejor hogar, se sorprendían de que una persona de mi edad prefiriera vivir con una abuela y su hija antes que en un piso de revista en Santander. Esto demuestra que nos quedan muchos prejuicios que desmontar sobre las mujeres mayores.
Este domingo tuve la suerte de verla por última vez y cogerle la mano, pero poco, sin demasiadas cursilerías. Ella era una orgullosa campurriana y siempre me contaba historias de Abiada, el pueblo más bonito del mundo. Mi abuela estaba llena de dignidad y buen humor, hasta el último minuto. Dolores hacía honor a su nombre y tenía muchas molestias que le dificultaban enormemente los días, pero nunca le impedían disfrutar, al menos un ratillo, de lo que le ofrecía su vida: una manualidad en el centro de día, una videollamada con sus nietos o una comida con su hija Emilia. Y probablemente era la persona más sana del mundo, aunque tuviera muchas enfermedades y cientos de informes en Valdecilla. Porque eso es, en esencia, estar sano. Estar sano no es estar libre de diagnósticos o enfermedades, estar sano es saber vivir. Y como nadie nace sabiendo, a estar sano también se aprende.
He tenido la fortuna de recibir clases de los mejores catedráticos en España y Estados Unidos, -algunos con premio Nobel-, pero probablemente sean mis abuelas, mis madres y mis amigas las que me han dado las mejores clases magistrales de medicina y salud. Como mi abuela campurriana, que no fue a la universidad, pero sacó un cum laude en la carrera de la vida. Disfrutar, disfrutó: llevando un chon (vivo) escondido en el tren de Reinosa a Santander; cuando su querido cura de Campoo, frustrado con los niños cerriles, intentó explicar la evangelización con una cabra; recordando las canciones de los bailes del pueblo; cuando en la guerra se escondió en el monte con su padre o cortó los tacones de su hermana de un hachazo porque no le cabían, o dando a luz a sus cinco hijos…
Descifrar cómo se relaciona el saber vivir con la salud física es una cuestión que los científicos llevan decenios preguntándose ¿Tienen los optimistas menos enfermedades? ¿Se mueren antes las personas que no tienen un propósito vital? Por eso la Dra. Carol Ryff desarrolló una escala de bienestar en los años 80, que permite objetivar algo que parecía imposible, la felicidad, e investigar así cómo se asocia a la salud de nuestros cuerpos. Su cuestionario es aún muy usado y mide seis ámbitos: auto aceptación, relaciones sanas, propósito vital, autonomía, dedicar tiempo al crecimiento personal y saber gestionar nuestro entorno y circunstancias. Se ha encontrado de manera conjunta o separada que estos aspectos se relacionan nada más y nada menos que con la mortalidad y la esperanza de vida. De ahí la importancia que tiene que se incluya la dimensión del bienestar y saber vivir en nuestros sistemas de salud, porque son un factor de riesgo para sufrir (más) las enfermedades. Podremos poner los mejores tratamientos, pero no será suficiente si no ayudamos a los pacientes a encajar su enfermedad dentro del marco de su vida y no al revés.
Un diagnóstico no puede definirnos ni impedirnos disfrutar, aunque sean unos minutos al día. Por eso es tan importante no decir discapacitado, diabético, Chron, psicótico…sino una persona con discapacidad, con diabetes, con Chron, con psicosis. Primero eres una persona y luego todo lo demás. A veces a los sanitarios se nos olvida esto, tratamos a las personas como simple biología e ignoramos dimensiones necesarias para mantener la salud. Y para morir sanos.
Mi abuela campurriana me enseñó alguno de sus secretos para la buena vida, y su último regalo fue la oportunidad de despedirme. No sé cómo será mi muerte, pero sí sé que podré decir, como Dolores, que he vivido. También sé que moriré sola, porque no hay otra manera de morirse. Sería bueno que nuestra sociedad aprenda a aceptar que la muerte es parte de la vida y esto nos ayude a aprovechar mejor nuestros días, entendiendo que la muerte no es una tragedia. La tragedia es vivir como si estuvieras muerto, la tragedia es vivir con miedo a vivir. Eso es estar enfermo.
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